XIII

Adalber Salas Hernández

Viajamos: es el espacio que nos deletrea.

Si hubiera un dios que velara por nosotros, un

dios para los tránsitos, las bifurcaciones,

las desviaciones, debería ser entonces un dios

minúsculo. Mientras miro por la ventana

del tren cómo se escapan los edificios, niños

que corren asustados, imagino ese dios cuyo

nombre sería un misterio porque inadvertidamente

lo habría dejado en el asiento de un avión.

No tendría ritos ni templo, no ofrecería consuelos

ni pruebas, no elegiría tribu alguna. Nadie le

daría una palabra en maitines o completas, sus

oraciones serían las madrugadas en blanco

pasadas en estaciones de autobús o en aeropuertos,

con la respiración enlodada porque a esa hora

llueve en los bronquios. No conversaría con otros

dioses que, de todos modos, tampoco existen.

Apenas diría su canción a quien con él fuera.

No castigaría el robo o el adulterio: sabría

que todo camino es un robo y toda palabra

un adulterio. Tendría demasiados hijos como para

escoger a uno que lavara nuestros pecados; en

cambio, nos forzaría a migrar, como si se pudiera

absolver la distancia de su vastedad, de su miedo.

Andaríamos tanto, que ya sólo se nos podría

reconocer desde lejos. Su única función consistiría

en encargarse de que los relojes siguieran trabajando,

para que las partidas ocurran, para que no

se filtrara aquí la eternidad. Sería el dios de los

vuelos retrasados, las taquillas cerradas, el olor

a orina y semen dormido de los baños públicos.

Haría de mí apenas cuerpo entre los cuerpos, ya sin

el suplicio de la abstracción. Cambiaría mis ojos

por carbones amargos, volvería mis manos animales

remotos. Me reduciría a la certeza geométrica

y voraz del movimiento. Me mostraría que la

vigilia no es un estado, sino una tarea de destrucción.

 

XIII

Translated by Robin Myers

We travel: space is what foretells us.

If there were a god watching over us, a

god of transit, detours, forks

in the road, then it must be a tiny

god. Staring out the window of

the train, at how the buildings slip away,

startled children running, I imagine that god whose

name would be a mystery because he’d accidentally

left it on the seat of a plane.

He’d have no rites or temple, would offer neither

solace nor proof, would be elected by no tribe. No one

would devote him words in matins or at meals; his

prayers would be blank dawns

spent in bus stations or airports,

his breathing muddied with the rain falling

in his bronchial tubes at that time of day. He wouldn’t talk

with other gods, who don’t exist, either.

He’d barely sing his song to whoever would go with him.

He wouldn’t punish theft or adultery: he’d know

that every path is a theft, every word

an adultery. He’d have too many children to choose

one to wash away our sins. Instead,

he’d force us to migrate, as if he could absolve

distance of its vastness, of its fear.

We’d walk so much that he could only

recognize us from a distance. His only purpose would

be to make sure the clocks still worked,

so that departures could happen, so that eternity

couldn’t seep in here. He’d be the god of

delayed flights, shuttered ticket booths, the stench

of piss and sleeping semen in public restrooms.

He’d make a body out of me, just one among many, without

the torment of abstraction. He’d exchange my eyes

for bitter coals, turn my hands to distant

animals. He’d reduce me to the ravenous

geometric certainty of motion. He’d show me that wakefulness

is not a state, but a task of destruction.

 

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