Piel
No hallo consuelo al repasar las palabras de mi historia. Las mastico entre mis dientes saboreando su sinuosidad, su gusto ácido o dulzón, sintiendo en mí su rima en clave o a tiempo de vals. Como si recitase un cuento de niños me digo había una vez y empiezo a masticarlas. Me cuelgo de este péndulo imaginario para, de tanto repetir mis palabras, ahogar la náusea y hallar una salida fantástica, un ángulo ignoto que no atisbo aún. ¿Quién sabe cuándo empieza a gestarse una historia? El principio de una podría ser el nudo de otra. Suelo narrarme esta historia, mi historia, empezando por lo que he denominado el final. Con la persistencia con la que las olas rompen en las rocas, cada día, día tras día, me narro estos recuerdos. Los tomo como a raros objetos de un sitio arqueológico y digo este es el final, o mira aquí hay un trozo que debe pertenecer al nudo. El final fue un evento que trascendió al público gracias a una nota aparecida en uno de los periódicos de mayor circulación en la ciudad. La nota decía: M. S. (iniciales de mi nombre), maestra de preescolar, es acusada de estafa. Se encuentra prófuga.
Si yo fuese un hombre apostado en la acera frente al colegio, un policía o un padre ansioso, podría testificar que M. S. era una mujer de apariencia serena, menuda, de cabello largo con anteojos de pasta negra. La directora y el guardia de seguridad afirmarán sin lugar a dudas que llegaba todos los días a las siete de la mañana con o sin lluvia, con tráfico o sin él. Los otros maestros dirán que yo era comedida con mis palabras, amistosa pero sin pasarme de la raya, profesional y que mis pequeños pupilos parecían disfrutar mi compañía. Sin embargo pocos podrán afirmar si yo era feliz o infeliz, si estaba casada o soltera, si era originaria de la región o no, o si me gustaban los gatos o los perros. No sé si yo misma puedo contestar estas preguntas acerca de los demás, pues la tensión que me generaba mantenerlos a raya no me dejaba energía para conocerles mejor.
El juego de los otros y yo es un carrusel de fantasmagóricos caballos que suben y bajan; los otros pensaron, subo; yo solía pensar, bajo; debieron pensar que, subo; yo debí suponer que, bajo. Son suposiciones que me atormentan. En las noches repaso mis tatuajes, ficticios y reales, para poder dormir. Es mi manera de bajar del carrusel y abatir al monstruo de mis insomnios. Un rosa en uno de mis tobillos, una palabra en uno de mis glúteos. Esos son los tatuajes reales. Los ficticios son los anteojos de pasta, mi cara serena, mis trajes de señora bien, el peinado recogido. Estos fueron aún más dolorosos pues debía hacérmelos a diario con el temor de que se borrasen. Eran los tatuajes que el mundo, ellos, veían. Para mí el dolor era tan intenso que, a veces, ya no sentía nada.
Un día llegué al colegio y en la acera opuesta estaba el señor Thiers mirándome tras unos anteojos oscuros.
El señor Thiers cruzó la calle rápidamente y con discreción me tomó del brazo. Me susurró al oído: no digas nada. Siguió hablando mientras me llevaba lejos de la puerta del colegio. Se sentía solo, agotado, lo habían engañado, necesitaba a Laos. Él podía pagar el precio que yo quisiera. Miré al señor Thiers, y lo vi a él y a muchos otros hombres, y sentí que yo era una pluralidad semántica. Luego que le diese mi teléfono, me soltó el brazo. El escuchar su voz me sumergió en un mar de recuerdos. El principio ... Hubo un tiempo en que yo no era M. S sino Laos, una isla en donde los hombres hallaban solaz. Mis artes eran la danza y la seducción, mis horas eran nocturnas, mis hábitos inconsistentes. Todos los animales mudan de piel. Algunos bichos, para crecer, han de dejar sus duros carapachos y desarrollar unos nuevos. El transformarme en M.S. fue un proceso lento y doloroso. Observé mis cambios con el orgullo con el que las bailarinas de ballet sobreviven la gradual deformación de sus pies; podía mirar hacia atrás con una sonrisa , mitad dolor, mitad placer. Los treinta me encontraron reposada y tranquila en una provincia, convertida en asistente de parvulario gracias a unos cursos por correspondencia. El señor Thiers tenía dificultades para entender mi mudanza de piel e insistía en verme en la piel anterior. Mis respuestas fueron enfáticas y negativas.
Este, sin embargo, no es el principio de la historia, es el nudo. El señor Thiers es un caso de probabilidades. Es decir, si existe un uno por ciento de probabilidad de que en este preciso momento me caiga un avión encima, lo más probable, un noventa y nueve por ciento, es que no suceda, pero aún así puede suceder. El señor Thiers resultó una probabilidad insospechada: ¿cuál era la probabilidad de que un antiguo cliente se mudara a esta localidad? Yo pensé que un uno por ciento.
Además de servir de refugio para el ego del señor Thiers, viéndome en la necesidad de mostrar mi piel primera, la que tanto había querido mudar, también me vi obligada a participar de algunos de sus negocios temerosa de que tomara represalias. El esquema de las cartas falsas era el fuego con el que Thiers alimentaba su ego para inflarlo como un inmenso globo aerostático. Se pensaba el mejor en el negocio y prácticamente intocable. Enviaba cartas por correo electrónico a cientos de personas informándoles que habían ganado una extraña lotería en Londres o que un dinero en algún banco suizo había quedado sin dueño y podían reclamarlo. Su idea me parecía demasiado complicada pero mi oposición tenía el fundamento de un flan y pronto me vi colaborando con él. Los incautos que abundan por ahí sacaban los ahorros de toda una vida o se endeudaban por unos miles de dólares pensando que en sus manos pronto tendrían millones. Ahora entendía el dinero del señor Thiers y su necesidad de islas-mujeres donde descansar su ansiedad. Su ambición era desmedida, tomando peligros innecesarios. Cuando me empezó a enviar para cobrar el dinero en efectivo, en vez de pedir un depósito en alguna cuenta anónima supe que pronto todo caería como una endeble torre de cartas. Mis mudanzas me han enseñado la importancia de la mesura en todos los actos. Tenía que cambiar de piel a mi pesar. Alejarme del colegio, del señor Thiers y arrastrarme a otro plano existencial donde dejar el viejo caparazón, donde al despertarme en la mañana no tuviera que contener las ganas de vomitar y preguntarme quién soy.
La directora del colegio seguramente proveyó a la policía de mis fotos. El señor Thiers no dudó en obviar que mi participación en su esquema fue contra mi voluntad. ¿Qué les dirán a los niños? Achicarán las palabras hasta convertirlas en palabras enanas, las salpicarán de azúcar y se las servirán en la punta de una cuchara para narrarles otra historia de mi historia, o simplemente omitirán las palabras, no habrá explicaciones. Los pequeños son impermeables a demasiadas palabras. Quizás alguna mañana uno de ellos llame a la nueva asistente por mi nombre y ella le corrija. O mirará a la puerta esperando hallar mi figura. Cuando me narro mi historia siempre incluyo palabras como extrañar, esperar, añorar. Son palabras que cuelgo en el tendedero de los imposibles. Las descuelgo cuando se secan y las miro largamente mientras se desvanecen ante mis ojos. ¿Para qué mentirme? Sólo se puede extrañar aquello que ha sido poseído por largo tiempo. Yo sólo he dejado retazos de piel aquí y allá con los que he confeccionado un edredón de vida para cubrir este cuerpo lívido mientras me narro historias antes de dormir.