Piel

Melanie Taylor Herrera

No hallo consuelo al repasar las palabras de mi historia. Las mastico entre mis dientes saboreando su sinuosidad, su gusto ácido o dulzón, sintiendo en mí su rima en clave o a tiempo de vals. Como si recitase un cuento de niños me digo había una vez y empiezo a masticarlas. Me cuelgo de este péndulo imaginario para, de tanto repetir mis palabras, ahogar la náusea y hallar una salida fantástica, un ángulo ignoto que no atisbo aún. ¿Quién sabe cuándo empieza a gestarse una historia? El principio de una podría ser el nudo de otra. Suelo narrarme esta historia, mi historia, empezando por lo que he denominado el final. Con la persistencia con la que las olas rompen en las rocas, cada día, día tras día, me narro estos recuerdos. Los tomo como a raros objetos de un sitio arqueológico y digo este es el final, o mira aquí hay un trozo que debe pertenecer al nudo. El final fue un evento que trascendió al público gracias a una nota aparecida en uno de los periódicos de mayor circulación en la ciudad. La nota decía: M. S. (iniciales de mi nombre), maestra de preescolar, es acusada de estafa. Se encuentra prófuga.

Si yo fuese un hombre apostado en la acera frente al colegio, un policía o un padre ansioso, podría testificar que M. S. era una mujer de apariencia serena, menuda, de cabello largo con anteojos de pasta negra. La directora y el guardia de seguridad afirmarán sin lugar a dudas que llegaba todos los días a las siete de la mañana con o sin lluvia, con tráfico o sin él. Los otros maestros dirán que yo era comedida con mis palabras, amistosa pero sin pasarme de la raya, profesional y que mis pequeños pupilos parecían disfrutar mi compañía. Sin embargo pocos podrán afirmar si yo era feliz o infeliz, si estaba casada o soltera, si era originaria de la región o no, o si me gustaban los gatos o los perros. No sé si yo misma puedo contestar estas preguntas acerca de los demás, pues la tensión que me generaba mantenerlos a raya no me dejaba energía para conocerles mejor.

El juego de los otros y yo es un carrusel de fantasmagóricos caballos que suben y bajan; los otros pensaron, subo; yo solía pensar, bajo; debieron pensar que, subo; yo debí suponer que, bajo. Son suposiciones que me atormentan. En las noches repaso mis tatuajes, ficticios y reales, para poder dormir. Es mi manera de bajar del carrusel y abatir al monstruo de mis insomnios. Un rosa en uno de mis tobillos, una palabra en uno de mis glúteos. Esos son los tatuajes reales. Los ficticios son los anteojos de pasta, mi cara serena, mis trajes de señora bien, el peinado recogido. Estos fueron aún más dolorosos pues debía hacérmelos a diario con el temor de que se borrasen. Eran los tatuajes que el mundo, ellos, veían. Para mí el dolor era tan intenso que, a veces, ya no sentía nada.

Un día llegué al colegio y en la acera opuesta estaba el señor Thiers mirándome tras unos anteojos oscuros.

El señor Thiers cruzó la calle rápidamente y con discreción me tomó del brazo. Me susurró al oído: no digas nada. Siguió hablando mientras me llevaba lejos de la puerta del colegio. Se sentía solo, agotado, lo habían engañado, necesitaba a Laos. Él podía pagar el precio que yo quisiera. Miré al señor Thiers, y lo vi a él y a muchos otros hombres, y sentí que yo era una pluralidad semántica. Luego que le diese mi teléfono, me soltó el brazo. El escuchar su voz me sumergió en un mar de recuerdos. El principio ... Hubo un tiempo en que yo no era M. S sino Laos, una isla en donde los hombres hallaban solaz. Mis artes eran la danza y la seducción, mis horas eran nocturnas, mis hábitos inconsistentes. Todos los animales mudan de piel. Algunos bichos, para crecer, han de dejar sus duros carapachos y desarrollar unos nuevos. El transformarme en M.S. fue un proceso lento y doloroso. Observé mis cambios con el orgullo con el que las bailarinas de ballet sobreviven la gradual deformación de sus pies; podía mirar hacia atrás con una sonrisa , mitad dolor, mitad placer. Los treinta me encontraron reposada y tranquila en una provincia, convertida en asistente de parvulario gracias a unos cursos por correspondencia. El señor Thiers tenía dificultades para entender mi mudanza de piel e insistía en verme en la piel anterior. Mis respuestas fueron enfáticas y negativas.

Este, sin embargo, no es el principio de la historia, es el nudo. El señor Thiers es un caso de probabilidades. Es decir, si existe un uno por ciento de probabilidad de que en este preciso momento me caiga un avión encima, lo más probable, un noventa y nueve por ciento, es que no suceda, pero aún así puede suceder. El señor Thiers resultó una probabilidad insospechada: ¿cuál era la probabilidad de que un antiguo cliente se mudara a esta localidad? Yo pensé que un uno por ciento.

Además de servir de refugio para el ego del señor Thiers, viéndome en la necesidad de mostrar mi piel primera, la que tanto había querido mudar, también me vi obligada a participar de algunos de sus negocios temerosa de que tomara represalias. El esquema de las cartas falsas era el fuego con el que Thiers alimentaba su ego para inflarlo como un inmenso globo aerostático. Se pensaba el mejor en el negocio y prácticamente intocable. Enviaba cartas por correo electrónico a cientos de personas informándoles que habían ganado una extraña lotería en Londres o que un dinero en algún banco suizo había quedado sin dueño y podían reclamarlo. Su idea me parecía demasiado complicada pero mi oposición tenía el fundamento de un flan y pronto me vi colaborando con él. Los incautos que abundan por ahí sacaban los ahorros de toda una vida o se endeudaban por unos miles de dólares pensando que en sus manos pronto tendrían millones. Ahora entendía el dinero del señor Thiers y su necesidad de islas-mujeres donde descansar su ansiedad. Su ambición era desmedida, tomando peligros innecesarios. Cuando me empezó a enviar para cobrar el dinero en efectivo, en vez de pedir un depósito en alguna cuenta anónima supe que pronto todo caería como una endeble torre de cartas. Mis mudanzas me han enseñado la importancia de la mesura en todos los actos. Tenía que cambiar de piel a mi pesar. Alejarme del colegio, del señor Thiers y arrastrarme a otro plano existencial donde dejar el viejo caparazón, donde al despertarme en la mañana no tuviera que contener las ganas de vomitar y preguntarme quién soy.

La directora del colegio seguramente proveyó a la policía de mis fotos. El señor Thiers no dudó en obviar que mi participación en su esquema fue contra mi voluntad. ¿Qué les dirán a los niños? Achicarán las palabras hasta convertirlas en palabras enanas, las salpicarán de azúcar y se las servirán en la punta de una cuchara para narrarles otra historia de mi historia, o simplemente omitirán las palabras, no habrá explicaciones. Los pequeños son impermeables a demasiadas palabras. Quizás alguna mañana uno de ellos llame a la nueva asistente por mi nombre y ella le corrija. O mirará a la puerta esperando hallar mi figura. Cuando me narro mi historia siempre incluyo palabras como extrañar, esperar, añorar. Son palabras que cuelgo en el tendedero de los imposibles. Las descuelgo cuando se secan y las miro largamente mientras se desvanecen ante mis ojos. ¿Para qué mentirme? Sólo se puede extrañar aquello que ha sido poseído por largo tiempo. Yo sólo he dejado retazos de piel aquí y allá con los que he confeccionado un edredón de vida para cubrir este cuerpo lívido mientras me narro historias antes de dormir.

Skin

translated by Christina Vega-Westhoff

I find no comfort retracing the words of my story. I chew them between my teeth savoring their intricacy, their sweet and sour taste, feeling their rhyme inside of me in waltz time. I say once upon a time as if reciting a children’s story to myself, and I begin to chew. I hang from this imaginary pendulum so that I might drown my nausea and through this repetition discover a miraculous escape, an unknown recess as of yet unglimmering. Who knows when a story begins to form? The beginning of one could be the climax of another. I am used to narrating this story, my story, beginning with what I have called the end. Like waves breaking on rocks, I persist each day, day after day, narrating these memories. I consider them like rare objects from an archeological site and I say this is the end, or, look, here there is a piece that must belong to the climax. The end was an event that spread to the public thanks to a note published in one of the most widely distributed newspapers in the city. The note read: M.S. (the initials of my name), preschool teacher, is accused of fraud. She is a fugitive of the law.

If I were a man planted on the sidewalk in front of the school, a police officer, or an anxious father, I could testify that M.S. was a woman who appeared serene, slight, with long hair, and black-rimmed glasses. The director and the security guard will confirm, leaving no room for doubt, that I arrived every day at seven in the morning, rain or shine, traffic or no traffic. The other teachers will say that I was careful with my words, that I was friendly but not excessively so, professional, and that my small pupils seemed to enjoy my company. Even still, few will state whether I was happy or unhappy, married or single, or whether I was originally from the region or not, or liked cats or dogs. I don’t know if I myself could answer these questions about the others, since the tension of keeping them at bay didn’t leave me with the energy to get to know them better.

Our game was a carousel of phantasmagoric horses rising up and down; the others thought, up; I was used to thinking, down; they should have thought up; I ought to have supposed down. These are assumptions that torment me. At night I review my tattoos, fictitious and real, in order to sleep. It’s my way of getting off the carousel and beating down the monster of my insomnia. A rose on one of my ankles, a word on one of my glutes. Those are the real tattoos. The fictitious ones are the black-rimmed glasses, my serene face, the proper lady dresses, the upswept hairdo. Those were even more painful as they had to be redone daily for fear they would disappear. They were the tattoos that the world, the others, saw. The pain was so intense for me that sometimes I didn’t feel anything.

One day I arrived at the school and Señor Thiers was watching me behind dark glasses from the opposite sidewalk.

Señor Thiers rushed across the street and took me discretely by the arm. He whispered into my ear: “don’t say anything.” He kept talking as he led me far from the school’s door. He felt alone, exhausted, they had cheated him, he needed Laos. He could pay whatever price I wanted. I looked at Señor Thiers and saw him and many other men. I felt that I was a semantic plurality. He let go of my arm when I gave him my telephone number. Listening to his voice submerged me in an ocean of memories. The beginning … there was a time when I was not M.S. but Laos, an island where men found solace. My arts were dance and seduction, my hours were nocturnal, my habits inconsistent. All animals change skin. Some bugs, in order to grow, have to leave their hard shells and develop new ones. Transforming into M.S. was a slow and painful process. I observed my changes with the pride of a ballerina surviving the gradual deformation of her feet; I could look back with a smile, half pain, half pleasure. Thirty found me peaceful and rested in a province, transformed into a preschool teacher, thanks to correspondence courses. Señor Thiers had a difficult time understanding my change of skin and insisted on seeing me in my old skin. My answers were negative and emphatic.

Still, this man is not the beginning of the story; he is the climax. Señor Thiers is a case of probability. That is, if there is a one percent chance that a plane will fall on top of me in this exact moment, it’s more probable, ninety-nine percent so, that this won’t happen. But it could still happen. Sr. Thiers turned out to be an unexpected probability: what was the probability that an old client would move to this town? I thought a one percent chance.

In addition to serving as a refuge for Señor Thiers’s ego, being made to show my first skin, which I had so much wanted to shed, also forced me to participate in some of his business deals. I feared he would retaliate. Señor Thiers fueled his ego with the fake letters scheme. It was the fire that inflated his ego like an immense ballooning globe. He thought he was the best in the business and practically untouchable. He emailed letters to hundreds of people informing them that they had won a strange lottery in London or that money in some Swiss bank was left without an owner and they could claim it. His idea seemed too complicated to me, but my opposition had a flan’s consistency and I soon found myself collaborating with him. The gullible, abundant there in the province, took out their life savings or went thousands of dollars into debt thinking that they would soon have millions in their hands. I understood Señor Thiers’s money then and his need for women-islands where he could ease his anxiety. His ambition was excessive and led to unnecessary risks. When he began to send me out to collect the money in cash, instead of asking for a deposit in some anonymous account, I knew that everything would soon fall like a rickety house of cards. My transformation had taught me the importance of moderation in all acts. I had to change skins, to my regret. Distance myself from the school, from Señor Thiers, and pull myself into another existential plane where I could leave the old shell, where I wouldn’t have to contend with the desire to vomit upon waking and ask myself who I was.

The school’s director likely provided the police with my photos. Sr. Thiers surely omitted that I participated in his schemes against my will. What will they tell the children? They will intimidate the words until they’ve been transformed into dwarfed words, they will sprinkle them with sugar and serve them on the tip of a spoon to tell the children another version of my story, or they will simply omit the words, and there will be no explanations. The little ones are impervious to too many words. Perhaps some morning one of them will call the new teacher by my name and she will correct them. Or one of them will look to the door hoping to find my figure. When I tell my story I always include words like miss, hope, yearn. They are words that hang on the clothesline of impossibilities. I take them off the line when they dry and look at them for a long time as they fade before my eyes. Why lie to myself? One can only miss what one has had for a long time. I have only left pieces of skin here and there with which I have made a quilt of life to cover this livid body as I tell myself stories before sleep.

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