Camino a Mariato

Melanie Taylor Herrera

Una ex amiga mía, cuyo verdadero nombre me reservo y a la que llamaré María, me pidió el favor de que la acompañase a la Atalaya por no se qué manda o mandado. Aunque no era famosa y menos adinerada, tenía a veces sus manías y juraba y perjuraba que mientras menos explicara su vida o menos entendiésemos los demás, mejor. Yo le seguía el juego, que en el fondo, pensaba yo, tenía buen corazón. Había prometido pagarme la gasolina . De la comida y estadía no debía preocuparme. Ese sábado en particular no me molestaba llevarla pues uno o, para ser exacta, dos acreedores no me dejaban en paz: el de la financiera y un amigo, Gustavo, también pronto ex amigo. Uno por teléfono y el otro tocando a mi mismísima puerta y molestando a mis vecinos.

Bajé rápidamente las escaleras por miedo a que Gustavo estuviese agazapado esperando o algo así pero por suerte alcancé a llegar al auto. Yo había querido pagarle empeñando una sortija de plata pero no la encontraba, ¡qué remedio! No me quedaba ninguna otra joya. Una vez dentro del auto baje los pestillos y arranqué. Tuve que frenar casi de inmediato pues la silueta de Gustavo aparecía imprudente detrás del auto. ¿Qué hacer? ¿Bajarme y confrontarlo?¿ Pegarle más mentiras? ¿Hablarle desde el auto pero con los vidrios bastante arriba? Opté por esto último. Gustavo, justo iba al banco a sacar el dinero. Esta frase esperanzadora hizo que se moviese y pude dar reversa. Ahora estaba al lado de mi puerta y yo mantenía el motor andando. Voy contigo — dijo dirigiéndose a la puerta del pasajero. Fue ahí que arranqué. Oí que me gritaba un par de insultos. Después pase por María y pronto estuvimos rumbo a Atalaya sobre el puente de las Américas.

Como no era tiempo de festividades, la carretera interamericana estaba descongestionada. Habíamos partido a las ocho en punto y a las nueve ya estábamos en Aguadulce. En carnavales, para las festividades del Cristo de la Atalaya y en Semana Santa esto hubiera sido de nunca acabar con un auto pegado al otro en procesión inaguantable, pero ahora nos deslizábamos sin complicaciones. Le pregunté a María si deseaba para en algún lugar en particular para desayundar y se encogió de hombros. Pensé que estaba molesta, y como la conocía bien sabía que en momentos así era inútil preguntarle. Como yo sí tenía hambre a eso de las 9:45 paré en un restaurante que quedaba justo antes de llegar a Divisa. Luego de desayunar, ella dijo: nada como el restaurante de Charlie. ¿Charlie? Ya verás cuando lleguemos a Santiago, fue su respuesta.

A las once de la mañana estábamos en Santiago. Primero tuvimos que visitar a una serie de familiares de la susodicha y aquello no tenía fin. Primos por aquí y primos por allá, tías a tutiplén, gracias que abuelas sólo tenía dos. A eso de las tres de la tarde, luego de comer en casa de una de las tantas tías, nos dirigimos a casa de su primo Andrés a buscar “la cosa”. “La cosa” era un gran misterio pues por más que pregunté ni ella ni sus primos ni tías me explicaron qué era pero todos insistían en que no nos la olvidásemos. Su primo Andrés vivía en una barriada de reciente construcción, un conglomerado de pequeñas y primorosas casas. El le dio “la cosa” en una bolsa de papel marrón. Ahora sí podíamos partir finalmente rumbo a Atalaya.

Recorrimos el camino en silencio y nos estacionamos cerca de la iglesia. Cuando entramos olía a rosas y se escuchaba la grabación de una voz angelical cantando alabanzas a Dios. Únicamente había una viejita rezando cerca del altar. Por lo demás la iglesia estaba desierta. Mi ex amiga fue hacía la imagen del santísimo de la cual guindaban numerosos escapularios dentro de los cuales los fieles depositan sus ofrendas, por lo general joyas. María buscó entre los escapularios y dio un grito de alegría al encontrar lo que buscaba. Sacó algo del paquete marrón y lo introdujo en el escapulario no sin antes tomar lo que estaba adentro. Luego fue al altar y se tiró al piso en forma de cruz. Se levantó sonriente y me agarró del brazo al salir de la iglesia. Ahora sí todo está bien. Va mos a cenar donde Charlie. Como tú digas, contesté y nos dirigimos a mi auto.

El restaurante de Charlie queda a orillas de la interamericana. Nos estacionamos y buscamos una mesita al aire libre para apreciar la tarde y tomar el fresco. El cielo tomaba un tinte rosáceo y corría una brisa agradable. El mismísimo Charlie, un chino delgado y muy cortés, nos atendió. Su español era muy correcto y nos trataba con mucha deferencia. Nos ofreció ante todo su famoso soda float y mi amiga por poco salta de alegría cuando nos lo trajeron. La bebida era una mezcla de helado con jugo de naranja y sabía bien, sin embargo no produjo en mí el efecto de alegría desmedida que mi amiga experimentaba. Luego trajeron los platos fuertes, para mí un pescado y para ella, unas chuletas a la parrilla. Debo aceptar que mi plato estuvo delicioso pero mi amiga parecía que probaba manjares dignos de una reina y poco faltó para que lamiera los huesos. Entonces cuando ya había oscurecido y nos debatíamos por el postre, Charlie trajo tres cervezas chinas y se sentó con nosotras.

Al rato de tomar mi cerveza empecé a sentir la alegría de antes de mis deudas. Habría que tomar cerveza china más a menudo, pensé. Charlie se tornó muy locuaz y nos empezó a contar la siguiente historia. Tenía un amigo llamado Chen quien prestaba mucho dinero, especialmente a los paisanos que les gustaba apostar, y hace cosa de un mes vino a Santiago a cobrar unas deudas. Serían como las cinco de la tarde cuando le dieron ganas de orinar así que se detuvo en el camino y se metió en un herbazal. Cuando salió del monte y se iba a subir a su auto vio a una chica muy guapa cerca del mismo. Que raro, pensó Chen, si aquí no hay ningún poblado y ella no estaba ahí cuando paré el auto. La muchacha tendría a lo sumo unos veinte años y llevaba unos jeans muy ajustados, de esos que dejan ver el ombligo y algo más. Bueno, Chen le pregunta a la muchcacha que a dónde va y ella dice: a Mariato. Él le pregunta si eso queda muy lejos y ella le dice “por ahí”. Él la invita a subirse al auto. En esta parte del relato, Charlie nos preguntó si hemos estado en Mariato. Yo negué con la cabeza. Charlie continuó. Mariato es una playa del pacífico veragüense y, aunque no es la más famosa ni la más cómoda, es bastante visitada por la gente de Santiago y áreas aledañas. Algunos muchachos van a surfear porque cuando sube la marea la mar se pone brava. Volviendo al cuento, pues mi amigo Chen se alegró mucho de tener semejante compañía y para congraciarse con ella puso música alegre y le dijo que tenía muchos negocios y era soltero. Claro que eso era mentira que su mujer, Mei Lin, lo esperaba en casa. La muchacha tenía una voz grave y reposada y sus movimientos eran muy gráciles cuando hablaba. Le dijo a Chen que tenía un novio que la trataba mal y la había dejado tirada ahí en plena Interamericana donde él la encontrase. Qué suerte que estabas tú, le dijo ella mientras encendía un cigarillo. Ella le indicaba como llegar a Mariato y Chen se dio cuenta que el camino era muy largo pero pensó que habría alguna recompensa al final. El camino tenía muchos baches y el auto sufrió mucho. Quiero decirles que de día el camino tiene una vista muy hermosa, especialmente cuando uno se va acercando al mar y dado que la carretera está sobre el nivel del mismo se le divisa a lo lejos. Pero en la oscuridad uno sólo ruega llegar pronto a su destino y no caer en algún hueco. A mi paisano cada hueco en que caía le encogía el corazón y cada sonrisa de ella se lo expandía otra vez. Así, encogiéndose y expandiéndose, llegó finalmente a eso de las 6:30 de la tarde a Mariato. La muchacha le indicó que siguiera por un camino pedregoso. Chen dudó pero hizo de tripas corazón y emprendió el camino. Tuvo que ir muy despacio pues el camino era desnivelado y lleno de piedras inmisericordes que sonaban como petardos cuando trataba de acelerar. Finalmente llegaron a un hotelito. El mar relucía bajo la luna. Ella le dijo que esperase y regresó con una llave. Había tomado una habitación. Comieron y bebieron en la intimidad del cuarto y mi paisano sentía que el momento tan anhelado llegaba. Ella le dijo que bebieran un poco más. Dice mi paisano que se sentía muy mareado. Sin embargo tuvo su noche bien agitada, ¿entienden?, pero a la mañana siguiente se llevó una terrible decepción. ¡¿Qué?! — exclamamos ambas al unísono. La mujer — Charlie bajó la voz — era un hombre. ¿Y qué hizo su amigo? — dije yo. Sacó un revolver que cargaba con él y lo despachó de dos tiros. Mi ex amiga y yo nos quedamos sin habla. Usted está bromeando — dijo María. Para nada. Ahora está preso en El Renacer. Yo fui a verlo la semana pasada. Es un caso muy triste. Tanto dinero y mire ...

Luego de agradecer mucho a Charlie y de tomarme un café para asegurarme de llegar a nuestro destino, nos despedimos. A la mañana siguiente yo tenía un dolor de cabeza de padre y señor nuestro, al parecer las cervezas chinas pegaban fuerte. María y una de sus tías llamada Gladys se habían ido a misa y regresaron a eso de las diez de la mañana. Tuvimos que partir el domingo en la tarde. En el camino de regreso a la ciudad hablé poco mientras mi amiga estaba muy hablantina. No podría decir que me resultaba más odioso, si su charla interminable o la música de la radio. ¿Qué fue todo ese lío con “la cosa” y el escapulario? — dije yo cuando pasábamos por Antón. Mi amiga inició su relato.

Hace una semana visité a una amiga que cada vez que puede me da la mano. En un momento se ausentó de su cuarto y noté un anillo de plata muy bonito con una piedra lila. Sin saber bien lo que hacía me lo metí en el bolsillo. Luego el martes mi tía Gladys me visitó y vio la joya en mi peinadora. Dijo que era muy bonita y que sería bueno obsequiársela al Santísimo en Atalaya para pedir por la curación de su esposo José quien fue operado de cáncer y aún no se recupera. No supe como negarme y se la di. Mi tía la puso en un escapulario y se la colgó al Santísimo el viernes pasado. El viernes en la noche la llamé y le informe de la procedencia de la joya así que ella habló con otra tía quien encontró una sortija con la cual sustituir la de mi amiga, no fuera ser que Dios se enfadase pues luego de obsequiarle algo como una se lo va a quitar .

Yo metí un frenazo para mirarla con detenimiento. Luego continué el viaje directo sin decir palabra hasta que cruzamos el puente. Cuando llegamos a la Avenida de los Mártires le dije que se bajara. Ella no protestó. Me devolvió la sortija, agarró su mochila y por el retrovisor vi como paraba un taxi. Habrá quien diga que ladrón que roba ladrón tiene cien años de perdón, pero a mí me parece el colmo del cinismo.

The Road to Mariato

translated by Christina Vega-Westhoff

An ex-friend of mine, whose real name I’ll withhold and call María, asked me to accompany her to Atalaya for I don’t know what errand or undertaking. She wasn’t famous or wealthy, but she had her manias at times. She swore and promised that the less she explained her life or the less the rest of us understood, the better. I played along, believing that she was well intentioned at heart. She had promised to pay me for the gasoline and said that I wouldn’t need to worry about food or housing. That Saturday in particular it didn’t bother me to take her, as one, or to be exact, two creditors were disturbing my peace: the finance company’s man and a friend, Gustavo, also soon to be an ex-friend. One was calling on the phone and the other was knocking at my very own door and bothering my neighbors.

I sped down the stairs worried that Gustavo was hidden waiting for me or something but luckily I was able to make it to the car. I’d wanted to pawn a silver ring so I could pay him, but I couldn’t find it — what else could I do! I didn’t have any jewelry left. Once I was inside the car, I locked the doors and started the engine. I had to break almost immediately when Gustavo’s silhouette appeared recklessly behind the car. What could I do? Get out and confront him? Hit him up with more lies? Talk to him from the car, but with the windows almost closed? I opted for the latter. “Gustavo, I was just going to the bank to take out the money.” With this promising phrase he moved and I could put the car in reverse. Now he was beside my door. I kept the motor running. “I’m going with you,” he said heading to the passenger door. That’s when I sped off. I heard him screaming insults at me. Then I headed for María and soon we were en route to Atalaya on the Bridge of the Americas.

Since it wasn’t the holiday season, the Interamerican Highway was clear. We had left at eight a.m. sharp and by nine we were already in Aguadulce. During Carnival, the Atalaya Christ festivities, and Semana Santa, this would have been never-ending with one car glued to another in an unbearable procession, but now we slid by easily. I asked María if she wanted to stop someplace in particular for breakfast and she shrugged. I assumed she was upset and since I knew her well, I knew it was useless to ask questions. It was 9:45 and I was hungry, so I stopped at a restaurant just before the entrance to Divisa. After breakfast, she said, “Nothing like Charlie’s restaurant.” “Charlie?” “You’ll see when we get to Santiago,” she responded.

At eleven in the morning we were in Santiago. First we had to visit a series of the aforementioned’s relatives and it was endless. Cousins here and cousins there, aunts in excess, and hallelujah that she had but two grandmothers. Somewhere around three in the afternoon, after eating at the house of one of the many aunts, we set off for her cousin Andrés’s house to look for the thing. The thing was a great mystery and as much as I asked about it neither she nor her cousins or aunts would explain what it was but they all insisted that we not forget it. Her cousin Andrés lived in a newly constructed neighborhood, a conglomerate of small and exquisite houses. He gave her “the thing” in a brown paper sack. Now we could finally leave for Atalaya.

We traveled the road in silence and parked close to the church. It smelled like roses when we entered and a recording of an angelic voice singing praise to God rang out. There was only one elderly woman praying near the altar. Except for her, the church was deserted. My ex-friend moved towards the Holy Jesus Christ statue. Numerous scapulars hung from the statue. Inside of them, the faithful deposited their offerings, most often jewelry. María looked among the scapulars and let out a happy wail, having found what she was looking for. She took something out of the brown package and placed it in the scapular, but not before first taking what was inside the scapular. Then she went to the altar and threw herself on the floor in the form of the cross. She rose up smiling and grabbed my arm as we left the church. “Now everything will be alright. We’ll eat at Charlie’s.” “Whatever you say,” I answered and we left in my car.

Charlie’s restaurant was on the edge of the Interamerican. We parked and looked for a table outside to enjoy the fresh air and the afternoon. The sky took on a rosy tint and a pleasant breeze blew by. Charlie himself, a thin and polite man, waited on us. His Spanish was very precise and he treated us very respectfully. Straight away he offered us his famous soda float and my friend practically jumped for joy when he brought it out. The drink was a mix of ice cream with orange juice and it was tasty, but it didn’t produce the same excessively ecstatic effect on me that my friend had experienced. Then he brought us the main dishes, fish for me and grilled pork chops for her. I’ll admit that my plate was delicious, but she looked like she tasted a feast fit for a queen and came just short of licking the bones. Then, after the sun had set and we considered dessert, Charlie brought out three Chinese beers and sat down with us.

After drinking my beer for a while, I began to feel the happiness of the time before my debts. I would have to drink Chinese beer more regularly, I thought. Charlie became quite a chatterbox and he began to relay the following story. He had a friend named Chen who loaned out a lot of money, especially to the countrymen who liked to gamble, and about a month ago he came to Santiago to collect some debt. “It must have been about five in the afternoon when he felt the need to urinate and so he stopped on the road and entered a pasture. When he left the bushes and was about to get into his car, he saw a very beautiful girl close by. How strange, thought Chen, since there’s no town here and she wasn’t there when I stopped the car. The girl must have been at most twenty years old and she was wearing very tight jeans, exposing her bellybutton and a bit more as well. Well, Chen asked the girl where she was going and she said, ‘to Mariato.’ He asked her if it was very far from there and she said, ‘more or less.’ He invited her to get into the car.” At this point in the story, Charlie asked us if we had been to Mariato. I shook my head. Charlie continued. “Mariato is a beach in Pacific Veraguas and even though it’s not the most famous or the most comfortable, it’s well visited by people from Santiago and neighboring areas. Some teenagers go there to surf because the sea roughens when the tide rises. Returning to the story, well, my friend Chen was very happy to have such company, and to curry favor with her he played happy music and told her that he had many businesses and that he was single. This of course was a lie and his wife Mei Lin was expecting him at home. The girl had a deep and relaxed voice and her movements were very graceful. She told Chen that she had a boyfriend who treated her poorly and that he had left her stranded right on the Interamerican where Chen had found her. ‘How lucky you found me,’ she said as she lit a cigarette. She told him how to get to Mariato and Chen realized that it was far away but he thought there would be some reward at the end. The road had many potholes and the car suffered. I want you to know that during the day the road has beautiful views, especially as you near the ocean, and the ocean can be made out from far away because the road is above sea level. But in the darkness you just pray to arrive quickly at your destination without falling into any holes. To my countryman, each hole he fell into shrunk his heart, and each smile from her enlarged it again. And so, his heart shrinking and enlarging, he finally arrived in Mariato around 6:30 in the evening. The girl indicated that he follow a rocky road. Chen hesitated but mustered up his courage and set forth on the road. He had to go very slowly as the road was uneven and full of merciless stones that sounded like firecrackers when he tried to accelerate. Finally they arrived at a small hotel. The sea shone below the moon. She told him to wait and returned with a key. She had taken a room. They ate and drank in the privacy of the room and my countryman felt that the moment so yearned for had arrived. She told him they would drink a little more. My countryman says he felt very tipsy. Nevertheless, they had their very rough night — follow? — but the next morning carried a terrible deception.” “What!” we both exclaimed in unison. “The woman,” Charlie lowered his voice, “was a man.” “And what did your friend do?” I asked. “He took out the revolver he carried with him and he killed the man in two shots.” My ex-friend and I were left speechless. “You’re joking,” said María. “Not at all. He’s imprisoned now in El Renacer. I went to see him last week. It’s a very sad case. So much money and look ...”

After thanking Charlie profusely and drinking coffee to ensure we’d arrive at our destination, we said our goodbyes. The next morning I had an ungodly headache. It seems Chinese beers are strong. María and Gladys, one of her aunts, had gone to mass and they returned at ten in the morning. We had to leave Sunday afternoon. On the return trip to the city, I didn’t say much but my friend was very chatty. I don’t know what was more tedious, her endless chatter or the music on the radio. “What was all this mess with ‘the thing’ and the scapular?” I asked as we passed Anton. My friend relayed her story.

“A week ago I visited a friend who helps me whenever she can. She left the room for a minute and I noticed a very pretty silver ring with a lilac stone. I put it in my pocket, not quite aware of what I was doing. Then on Tuesday my aunt Gladys visited me and saw the ring on my dresser. She said it was very beautiful and that it would be good to present to the Santísimo in Atalaya for her husband José, who had an operation for cancer and hadn’t recovered. I didn’t know how to deny her and I gave it to her. My aunt put it in a scapular and hung it on the Santísimo last Friday. Friday night I called her and told her about the ring’s origins and she spoke with another aunt who found a ring to substitute for my friend’s, to avoid God’s anger — after all, having given him something, how can one take it from him.”

I stepped hard on the brakes to look her over carefully. Then I continued directly without another word until we crossed the bridge. When we arrived at Avenida de los Martires, I told her to get out. She didn’t protest. She returned the ring to me, grabbed her backpack, and I watched through the rearview mirror as she stopped a taxi. There are some who say a thief who robs a thief receives a hundred years relief, but to me it seems the height of shamelessness.

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