Felipe Vallese

Francisco Urondo

Escuché que unos chicos preguntaron: “quién parará la lluvia”; otras

personas estaban escuchando la misma pregunta y, a su vez, comenzaron

a formularla: el dependiente, el despachante de bebidas

de importación; hasta pulperos y uruguayitas y otros

hermanos continentales abandonaban la vieja y estúpida

rivalidad, despejando las nubes de misterio

y confusión sobre la tierra, para preguntar precisamente: “who’ll

stop the rain.” Guardianes del orden se aventuraron

en la desesperación para preguntarse también: “quién parará

la lluvia” y la pregunta rodó de mano en mano, hasta llegar a los oídos

acolchonados de torturadores, especialistas de toda calaña que nunca

pudieron zambullirse en la gloria del sol: “Quién parará la lluvia”, decían

unos y otros y los tontos y los pillos trataban de conjurar

el clamor, los nuevos aires que se desataban con las lluvias, el amor

que arranca con las tormentas: “quién parará la lluvia”, decían los enfermos,

los desamparados, los derrotados y los satisfechos que dejaron de serlo

inmediatamente después de preguntar “quién parará la lluvia.” De inmediato

los éxitos se derrumbaron como pestes triunfales, el New Deal se enredó

en sus cadenas doradas, el doctor Frondizi no se dio cuenta. Los muertos

se plegaron al desafío: asesinados llegaron

a levantar la cabeza lacerada y miraron de frente,

requiriendo; “quién parará la lluvia.” Y la pregunta se generalizó

como los temporales, empujó

los cielos y abrió las luces del espacio.

Felipe Vallese

translated from the Spanish by Julia Leverone

I heard some boys ask: “who’ll stop the rain”; other

people heard the same question and, in turn, began

to ask it: the store clerk, the dispatcher of imported

drinks; even grocers and Uruguayans and continental

brothers abandoned their old and stupid

rivalries, clearing the clouds of mystery

and confusion over the earth, to ask precisely: who’ll

stop the rain. Guardians of order ventured

in their desperation to ask themselves as well: “who’ll stop

the rain” and the question rolled from hand to hand, until it came

to the cushioned ears of torturers, specialists of all kinds that never

were able to plunge into the sun’s glory: “Who’ll stop the rain,” they said

one and all and the dumb and the petty thieves tried to capture

the clamor, the new airs loosed with the rains, the love

that uproots with the storms: “who’ll stop the rain,” said the infirm,

the defenseless, the defeated, the satisfied who ceased being so

immediately after asking “who’ll stop the rain.” Immediately

victories collapsed like triumphant plagues, the New Deal tangled

in its golden chains, Doctor Frondizi didn’t notice. The dead

yielded to the defiance: the assassinated came

to lift their lacerated heads and gaze straight ahead,

demanding: “who’ll stop the rain.” And the question spread

like the seasonal storms, shoved against

the sky, opened to the lights of the universe.

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