Montañas
Es probable que éste sea mi recuerdo más lejano. Es un recuerdo feliz. Nos movemos por un camino que baja en la noche. Hace frío. Estoy muy abrigado. Llevo bufanda y gorro. El camino está cubierto de hielo. Lo percibo traicionero bajo mis pies. Pero me siento seguro, avanzo entre mi padre y mi madre. Soy muy pequeño y necesito estirar los brazos hacia arriba para alcanzar sus manos. No tengo imágenes de sus caras. Sólo la presencia de sus cuerpos altos a mi lado. Alrededor la oscuridad es profunda, es un vértigo quieto, no tiene límites. Es bueno bajar en ese misterio que nos rodea. Me parece intuir, lejos, por encima de nosotros, sombras de montañas. Tal vez haya grandes estrellas en la noche helada. Si insisto, si me esfuerzo, es posible que logre introducir algún sonido en mi recuerdo. Las voces de mis padres que me hablan desde allá arriba. Seguramente las estoy inventando. ¿Pero quién podría asegurarlo? ¿Quién podría afirmar que es la imaginación la que trae sus voces y no la memoria que trabajosamente las rescata? Ellos me hablan. Ríen. Por lo tanto son tan felices como yo. O más bien mi felicidad es consecuencia de las suyas. Escarbo un poco más. Hay algo curioso y es que en esa oscuridad donde nos desplazamos nuestras figuras están rodeadas de luz. Eso dice mi recuerdo. Nos rodea un halo luminoso. ¿De dónde nace? ¿Es esa luz la que después me acompañará en otros caminos, en las ciudades? ¿Es la que me servirá de alivio, de apoyo, ante las debilidades, las renuncias, los peligros? ¿Es el bautismo protector contra la mordida de los años que vendrán? Pero falta mucho para eso. Falta una eternidad para que esos años lleguen. Ahí, rodeados por montañas invisibles, estamos dentro de un momento absoluto. No existen necesidades. Mi padre, mi madre, y yo somos el centro del mundo. Nos bastamos.