Aquí puedo poner una imagen a vuelapié: unos árboles que flotan más acá de la tormenta. Luego unos fuelles enormes que afilan la furia de lo que existe, incluso de aquello que no respira.
La efe es efectiva, aunque las labiodentales son malsonantes.
En el suelo hay ropas que van y vienen con las etiquetas puestas.
Así puedo empezar, pero dudo despacio y con un par de vinos en la mano. No sé, andaríamos a un paso de los papeles de uno condenado a la vida, aunque sea escrita.
Y tampoco, de veras, es hora de indagar demasiado en cualquier confín.
Es necesario dejarse llevar, como siempre has hecho, y que vaya perdiendo peso tu nombre. Ahí debería surgir el primer verso. Pero tampoco. Alguien dijo: estaba ahí mismo, debajo del sobrecito de azúcar. Lo leí en un cómic de frases azarosas. Es verdad, ahora también yo oigo a una joven que dice: “no me hagas repetirte lo mismo.”
Y muy cerca un anciano a quien le duelen las manos.
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T. S. extrajo el nombre de su canción triste de una tienda de muebles, por lo visto en San Luis. Después Ovidio, Dante, Baudelaire, Gérard de Nerval …
A mí me hubiera gustado escribir Los errores celebrados, la miscelánea de Juan de Zabaleta. O la Anatomía de Robert Burton.
Hemos entrado en la iglesia neobizantina de San Manuel y San Benito. Alcalá esquina a Columela. Queríamos ver a los fieles. Los bancos, sus espaldas, los abrigos de alpaca. Hay bastantes niños, y se arrodillan. Aquí dentro hay buenas casas con postres calientes.
Claro, es domingo y los abuelos han hecho crema de castañas y pularda rellena.
El sacerdote dice que nos podemos ir en paz. Salimos y el frío entra por la boca con la rapidez del almidón. Nosotros — me dice ella — sí sabemos la razón de tanto azul en el cielo.
Solo hace falta saber sembrar, decía el sermón. No puedo estar más en desacuerdo, pero todos callan y comulgan con ruedas de molino.
Coincidí un día, saliendo de clase, con el jardinero de Fray Luis. Tenía prisa y me dejó atarantadamente dos tomates rosas de Altea. Le quise preguntar por el Tajo, pero una taladradora lo impidió. Con sal y algo de aceite, la sal en escamas.
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Eso es poesía; lo demás también, dice Eduardo Espina.
Sigo calle abajo, aunque no siempre. Madrid es una ciudad de maravillosos desniveles.
Desde Canalejas se ven los vestidores del cielo. Hoy es así y los pájaros lo saben.
Bajo su manto dos muchachas me adelantan en diminutivo y se sonríen mutuamente, sin mirarse.
No hay sombra bajo los castaños de indias: los ahorcados se sentaron a ver el arribo de los barcos.
El verso también debería sobrepasarme, calle abajo, con la inmediatez del humo.
Y el poema queda en eso, lo que siempre será: un intento.
Sí, lo sé: Keats solo quería las palabras para escribirlas. Ese fue su error.
Su epitafio lo dice todo: aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua.
In Madrid. Triptych and Exception
Translated by JP Allen
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Here I can take a stab at an image: some trees that float this side of the storm. Then, an enormous bellows that sharpens the fury of existence, even of that which doesn’t breathe.
The letter f is effective, even if the consonants sound off.
On the floor, the clothes come and go with the tags still on.
That’s how I can start, but I doubt slowly and with a couple of glasses of wine in hand. I don’t know; that way we’d be only a step away from the papers of someone sentenced to life, even if it’s been written about before.
And now isn’t really the time to look too closely into any corner.
You need to let yourself be carried away, the way you’ve always done, to let your name keep shedding weight. That’s where the poem should come from. But no. Someone said: it was right there, under the sugar packet. I read it in a comic strip of random phrases. It’s true, even now I can hear a young girl saying: “don’t make me tell you twice.”
And very close, an old man whose hands hurt.
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T. S. pulled the name of his sad song from a furniture store in, apparently, St. Louis. Then there was Ovid, Dante, Baudelaire, Gérard de Nerval …
Me, I’d like to have written The Celebrated Mistakes, Juan de Zabaleta’s miscellany. Or Robert Burton’s Anatomy.
We’ve gone into the neo-Byzantine Church of St. Emmanuel and St. Benedict. Corner of Alcalá and Columela. We wanted to see the faithful. The benches, their backs, their alpaca coats. There are lots of kids, and they kneel. In here there are good houses with warm dessert.
Of course: it’s Sunday and the grandparents have made sweet chestnut cream and stuffed hens.
The priest says we can go in peace. We leave, and the cold enters our mouths as fast as starch. We — she tells me — know the reason the sky is so blue.
All you need to know is how to plant, the sermon said. I couldn’t disagree more, but everybody hushes and takes millstones as communion.
One day, leaving school, I ran into Brother Luís’s gardener. Flustered and in a hurry, he left me with two pink Altea tomatoes. I wanted to ask him about the Tagus, but a jackhammer prevented me. With salt and a little oil, the salt of fish scales.
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That’s poetry; so is the rest, Eduardo Espina said.
I keep going down the street, but not always down. Madrid is a city of miraculous unevenness. From Canalejas Street, you can see the dressing rooms of the sky.
Today is like that, and the birds know it.
Under a single coat, two girls pass me on the street, talking intimately and smiling together, not looking at each other.
The horse chestnuts cast no shadow: hanged men sat down to watch the boats pull in.
The verse should pass me going down the street, immediate as smoke.
And that is the poem, what it will always be: an attempt.
Yes, I know: Keats only wanted words so he could write them down. That was his mistake.
His epitaph says it all: Here lies One Whose Name was writ in Water.