XIII
Viajamos: es el espacio que nos deletrea.
Si hubiera un dios que velara por nosotros, un
dios para los tránsitos, las bifurcaciones,
las desviaciones, debería ser entonces un dios
minúsculo. Mientras miro por la ventana
del tren cómo se escapan los edificios, niños
que corren asustados, imagino ese dios cuyo
nombre sería un misterio porque inadvertidamente
lo habría dejado en el asiento de un avión.
No tendría ritos ni templo, no ofrecería consuelos
ni pruebas, no elegiría tribu alguna. Nadie le
daría una palabra en maitines o completas, sus
oraciones serían las madrugadas en blanco
pasadas en estaciones de autobús o en aeropuertos,
con la respiración enlodada porque a esa hora
llueve en los bronquios. No conversaría con otros
dioses que, de todos modos, tampoco existen.
Apenas diría su canción a quien con él fuera.
No castigaría el robo o el adulterio: sabría
que todo camino es un robo y toda palabra
un adulterio. Tendría demasiados hijos como para
escoger a uno que lavara nuestros pecados; en
cambio, nos forzaría a migrar, como si se pudiera
absolver la distancia de su vastedad, de su miedo.
Andaríamos tanto, que ya sólo se nos podría
reconocer desde lejos. Su única función consistiría
en encargarse de que los relojes siguieran trabajando,
para que las partidas ocurran, para que no
se filtrara aquí la eternidad. Sería el dios de los
vuelos retrasados, las taquillas cerradas, el olor
a orina y semen dormido de los baños públicos.
Haría de mí apenas cuerpo entre los cuerpos, ya sin
el suplicio de la abstracción. Cambiaría mis ojos
por carbones amargos, volvería mis manos animales
remotos. Me reduciría a la certeza geométrica
y voraz del movimiento. Me mostraría que la
vigilia no es un estado, sino una tarea de destrucción.