XXXIII
Aquí tiene mi pasaporte. Sí, mi
visa está vigente. Tengo los papeles
que lo confirman. ¿Motivo del
viaje? Personal. No, no transporto
alcohol o tabaco. No, no llevo
conmigo alimentos sin pasteurizar,
materiales orgánicos, curiosidades
insalubres. No he estado recientemente
en una granja; no recuerdo la última vez
que estuve en una granja. No poseo licencia
para portar armas de fuego. Nunca he
tocado una. En mi bolso de mano
no hay botellas con más de 300 ml
de contenido. ¿Motivo del viaje?
Viajo por las mismas razones que
todo el mundo: por ingenuidad, por
creer lo que dicen los libros, que hay
un lugar donde no me alcanzará
mi nombre, donde podré tomarlo
finalmente en vano. No, en mi equipaje
no hay látigos, esposas, vibradores,
arneses. Tampoco documentos im
prescindibles para la paz de alguna
nación. No traslado especies animales
o vegetales; dejé las plantas carnívoras
en la infancia. Los órganos que llevo
están pulcramente guardados bajo mi piel,
algunos prematuramente cubiertos por
el óxido y la grasa. ¿Todas estas pastillas?
La circulación no puede quedarse estática,
no puede haber sangre perpleja en las
venas; la respiración no puede estancarse
en la tráquea como un puño de bruma:
me rompería los dientes y el paladar.
¿Motivo del viaje? Porque yo ya no soy
yo ni mi casa es ya mi casa. Usted, con
sus insignias y su uniforme, su himno
y su juramento a la bandera, no termina
de entender que un país es un puñado
de palabras robadas. Y algún día
hay que devolverlas. Eso hago justo
ahora: dejo las palabras por donde
puedo, donde me permiten, aunque ya
tengan un sabor rancio. Pago una
deuda con estas palabras legañosas, que
parpadean bajo la lámpara cenital. En la ciudad
donde nací, cada quien tiene sus deudas y
siempre hay alguien que las cobra. Allí, los
milagros son un peligro como cualquier otro,
una bala perdida, un desastre natural. Allí,
todas las pieles madrugan con la misma
resaca inocente ¿Motivo del viaje? Porque
en los lugares donde nadie habla mi lengua
el cuerpo es una desaparición: hay una
transparencia que gangrena de golpe la
carne, ninguna sílaba me carga, nadie
puede verme. Pero no viajo sin equipaje.
Mi ciudad está hecha de papel; se
dobla y se guarda en el bolsillo,
tiene la forma de un cuaderno, de un
tacto cómplice. En ella los santos atracan,
transmutan el agua en ron, manejan motos
empire y duermen su mínima eternidad
dentro de estatuas de arcilla. En mi
ciudad, llevamos nuestros muertos en el
bolsillo; no se los puede abandonar en
casa, desaparecen, se van al más allá o
los roban para venderlos –no dejan
a cambio ni un montoncito de sal.
No es realmente una ciudad: es una fiebre
lenta que se come el valle, trasnochada,
colérica. ¿Motivo del viaje? Desde hace
años sueño con una ballena que me traga,
me alberga durante meses detrás de sus dientes
de yeso, en la noche blanda de su estómago,
para finalmente escupirme en costas extrañas.