XXXIII

Adalber Salas Hernández

Aquí tiene mi pasaporte. Sí, mi

visa está vigente. Tengo los papeles

que lo confirman. ¿Motivo del

viaje? Personal. No, no transporto

alcohol o tabaco. No, no llevo

conmigo alimentos sin pasteurizar,

materiales orgánicos, curiosidades

insalubres. No he estado recientemente

en una granja; no recuerdo la última vez

que estuve en una granja. No poseo licencia

para portar armas de fuego. Nunca he

tocado una. En mi bolso de mano

no hay botellas con más de 300 ml

de contenido. ¿Motivo del viaje?

Viajo por las mismas razones que

todo el mundo: por ingenuidad, por

creer lo que dicen los libros, que hay

un lugar donde no me alcanzará

mi nombre, donde podré tomarlo

finalmente en vano. No, en mi equipaje

no hay látigos, esposas, vibradores,

arneses. Tampoco documentos im

prescindibles para la paz de alguna

nación. No traslado especies animales

o vegetales; dejé las plantas carnívoras

en la infancia. Los órganos que llevo

están pulcramente guardados bajo mi piel,

algunos prematuramente cubiertos por

el óxido y la grasa. ¿Todas estas pastillas?

La circulación no puede quedarse estática,

no puede haber sangre perpleja en las

venas; la respiración no puede estancarse

en la tráquea como un puño de bruma:

me rompería los dientes y el paladar.

¿Motivo del viaje? Porque yo ya no soy

yo ni mi casa es ya mi casa. Usted, con

sus insignias y su uniforme, su himno

y su juramento a la bandera, no termina

de entender que un país es un puñado

de palabras robadas. Y algún día

hay que devolverlas. Eso hago justo

ahora: dejo las palabras por donde

puedo, donde me permiten, aunque ya

tengan un sabor rancio. Pago una

deuda con estas palabras legañosas, que

parpadean bajo la lámpara cenital. En la ciudad

donde nací, cada quien tiene sus deudas y

siempre hay alguien que las cobra. Allí, los

milagros son un peligro como cualquier otro,

una bala perdida, un desastre natural. Allí,

todas las pieles madrugan con la misma

resaca inocente ¿Motivo del viaje? Porque

en los lugares donde nadie habla mi lengua

el cuerpo es una desaparición: hay una

transparencia que gangrena de golpe la

carne, ninguna sílaba me carga, nadie

puede verme. Pero no viajo sin equipaje.

Mi ciudad está hecha de papel; se

dobla y se guarda en el bolsillo,

tiene la forma de un cuaderno, de un

tacto cómplice. En ella los santos atracan,

transmutan el agua en ron, manejan motos

empire y duermen su mínima eternidad

dentro de estatuas de arcilla. En mi

ciudad, llevamos nuestros muertos en el

bolsillo; no se los puede abandonar en

casa, desaparecen, se van al más allá o

los roban para venderlos –no dejan

a cambio ni un montoncito de sal.

No es realmente una ciudad: es una fiebre

lenta que se come el valle, trasnochada,

colérica. ¿Motivo del viaje? Desde hace

años sueño con una ballena que me traga,

me alberga durante meses detrás de sus dientes

de yeso, en la noche blanda de su estómago,

para finalmente escupirme en costas extrañas.

 

XXXIII

Translated by Robin Myers

Here’s my passport. Yes, my

visa’s valid. I have the papers

to confirm it. The purpose of

my visit? Tourism. No, I’m not

transporting any alcohol or tobacco. No,

I don’t have any unpasteurized products,

organic materials, or unsanitary

trinkets. I haven’t been to a farm

recently; I can’t remember the last time

I did. I don’t have a license to

carry firearms. I’ve never

touched a gun. In my carry-on luggage

there are no bottles over 300 ml

in volume. The purpose of my

visit? I travel for the same reasons as

everyone else: out of innocence, or because

I believe what I read in books, that there’s

somewhere out there where my name

won’t reach me, where I can finally

to take it in vain. No, there are no whips,

handcuffs, vibrators, or harnesses

in my luggage. Or documents essential

to some nation’s peace. I’m not transporting

animal or vegetable species; I left my carnivorous

plants behind in childhood. Any organs I carry

are neatly tucked away under my skin,

some prematurely coated in rust

and fat. Oh, these pills?

Circulation can’t stay static; I can’t

have any baffled blood running through

my veins; my breath can’t stall

in my throat like a fist of fog:

it’d shatter my teeth and palate.

The purpose of my visit? Because I’m no

longer myself and my house is no longer

my house. You, sir, with your badges

and your uniform, your anthem and

your pledge of allegiance, you’ll never

understand that a country is a handful

of stolen words. And someday they

must be returned. That’s exactly what I’m doing

right now: I’m leaving the words wherever

I can, wherever they’ll let me, even if

their taste has soured. I’m paying off

a debt with these bleary words, which blink

in the zenith lighting. In the city

where I was born, everyone has their debts and

there’s always someone to collect them. There,

miracles are a danger like any other,

a stray bullet, a natural disaster. There, all

skins wake with the same innocent

hangover. The purpose of my visit? Because

in the places where no one speaks my language

the body is a disappearance: there’s a

transparency that suddenly gangrenes my

flesh, no syllable can restore me, no one

can see me. But I don’t travel without a suitcase.

My city is made of paper. I can fold

it up and stuff it in my pocket;

it’s shaped like a notebook, like a knowing

touch. There, the saints brawl,

change water into rum, drive Empire

motorcycles, and sleep off their trifling eternity

in clay statues. In my city, we

carry our dead in our pockets.

You can’t leave them at home; they

disappear, they tear off into the beyond or

are stolen for resale—they don’t leave

so much as a little pillar of salt in exchange.

It’s not really a city; it’s a slow

fever that eats at the valley, haggard,

furious. The purpose of my visit? I’ve spent

years dreaming of a whale that swallows me up

and shelters me for months behind its plaster

teeth, in its belly’s soft night, before

it finally spits me out on unfamiliar shores.

 

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