Poema amarillo
Hay una luz amarilla que entra
y se me confunde
con la parte de una película.
Cuando la volví a ver,
no la encontré.
Una noche en que me dije la verdad
en una cocina.
La sensación de mil tardes
en un lugar en que el anochecer
no me duela.
Un amor de otoño
que se quiere quedar.
Los pueblos, el hipódromo,
las fotos de la abuela joven,
la renoleta junto a los barcos del puerto.
Las gaviotas, lejos.
Un perfume del día de la madre,
los caramelos de miel,
las tardes adolescentes
de invierno junto al río
en que éramos felices
y no sabíamos.
El recuerdo de algo difuso,
una manguera en un patio que imagino,
bicicletas playeras llegando,
una con canasta: la mía
y vos en cuero y, en la canasta la cerveza
y la cerveza en el vaso
y el maní flotando
y todo eso sin hablar del futuro.
Las nubes que se hacen espuma,
el sol dorado que cae
y emparenta las casas, todas.
Igual que si miramos el mundo
a través del liso. Igual.
Hay un amarillo que se me confunde,
el de la juventud como un recuerdo,
pero yo soy joven.
La juventud que ya duele de lo amarilla,
como el resplandor de la medalla
de la cadenita que me regalaste,
que voy a perder un día
y me va a doler, también.
Las luces de un recital bajando sobre mí,
el pez tornasol saliendo al aire,
la torta de manzana dorándose,
una moneda girando una decisión,
una moneda a cambio de un caramelo de miel,
a cambio de un beso después
de una cerveza, a cambio de nada,
con las bicis tiradas a la sombra
del pescado que sale a la luz y no cree.
Es que los peces de río no imaginaron ese rayo
que cae en la medalla que me ponés ahora
en medio de la arena, entre los pelos dorados,
como inmortalizando el espacio.
La vez que me senté sola
en el frío de la cocina
y me dije la verdad y sentí
un amarillo que me venía
a dorar las pestañas
y estuve
en todos los amarillos a la vez,
como el recorrido de un hilo de oro
que al unir los puntos
hace perder la forma.