Había que recuperar la sed
Nos habíamos acostumbrado
a ver el río de fondo de pantalla,
como un póster viejo y desteñido.
Tuve que venir a vivir al otro lado
para recuperar la emoción.
Las islas se ven diferentes,
demasiado lejos para poder olerlas.
El río corre en sentido contrario.
Allá, durante la crecida
podemos entrar despacio, juntando las manos
adelante del pecho de rezar,
abrirlas como una idea que se expande
por las ramificaciones internas del cerebro,
un entusiasmo repentino
que arroja luz sobre todos los estados
anteriores de infelicidad.
Un perro echado, con los ojos apretados
como si el sol le apuntara con un rayo,
se está perdiendo el atardecer.
Los skaters aprenden a caerse a nuestras espaldas.
A veces pienso en ese momento tan raro.
Era primero de enero después del mediodía
–habíamos salido de fiesta la noche anterior–
y vos decidiste ir hasta el club, solo,
porque llamaste a tus amigos
a la hora de la siesta y te dijeron
que te dejaras de joder.
Sé que no había un alma en la calle
y que bajaste todo derecho la avenida hasta el final.
¿Obtuviste alguna claridad en el camino
mientras veías aparecer el río
asomándose entre los álamos?
Es que era una imagen tan común…
Pero un año vimos a los rugbiers sudafricanos
llegar a la costanera, apoyaron
sus antebrazos inflados en la baranda
e hicieron tiempo para largarse a llorar.
O ibas caminando en automático, esa vez,
un poco entumecido por la resaca,
pensando en cosas livianas como quien va
pateando una tapita de gaseosa.
Te habrás acordado algo de mí?
Estabas solo. No había nadie que te pudiera rescatar.
Escuchame: tomate un segundo para mirar el río.